La Identidad
Identidad del individuo = interaccion
Necesidad de identidad social
El individuo, al nacer, no se percibe como un ser separado, sino que se identifica con la madre como una unidad. Esta es la base de la necesidad de apego, fundamental para el desarrollo natural del infante.
John Bowlby (1907-1990), creador de la Teoría del Apego, destacó que las relaciones tempranas con figuras de apego, especialmente aquellas que proporcionan seguridad y apoyo, son cruciales para el bienestar emocional. La calidad de estas primeras interacciones moldea profundamente el desarrollo emocional del niño. Sin embargo, en Emosocial, consideramos que el bienestar emocional no depende exclusivamente de estas primeras experiencias, sino también de cómo una persona se siente integrada y reconocida en su entorno presente.
Hay individuos que han tenido una infancia traumática, sin un apego seguro, y aun así logran un bienestar emocional en la adultez gracias a que en el presente se sienten aceptados y valorados. Esta resiliencia surge de un sentido de pertenencia en el entorno actual, lo cual mitiga el trauma infantil. Por lo tanto, desde Emosocial, entendemos que el bienestar emocional está relacionado no solo con el pasado, sino con el presente sentido de pertenencia.
Identidad como Proceso Evolutivo
En Emosocial, partimos de la premisa de que la identidad no es una cualidad innata ni fija, sino el resultado de la interacción con el entorno. En psicología, se distingue entre el temperamento, que se refiere a las características innatas con las que nace el bebé, y el carácter, que se forma a través de las experiencias y las relaciones sociales. Ambos componentes forman lo que conocemos como personalidad.
Creemos que, a medida que crecemos, el temperamento se ve moldeado, e incluso oprimido, por el carácter y las experiencias sociales. El entorno, la presión social y la necesidad de pertenencia influyen profundamente en la identidad. Si consideramos el temperamento como el "verdadero yo", entonces la búsqueda de una identidad fija o auténtica se desvanece, ya que el propósito fundamental de la vida es pertenecer, ser reconocido y valorado.
El carácter y la personalidad influyen en el temperamento hasta que este evoluciona, creando un "nuevo yo" en constante transformación gracias a las interacciones sociales.
En Emosocial, comprendemos que la identidad es un camino en constante evolución, y no un fin o una meta fija. La única identidad que podemos considerar fija es la de ser humano, ya que el resto son construcciones sociales. Cuando el entorno cambia, una identidad rígida sufre y debe adaptarse.
Pertenencia y Bienestar Emocional
El verdadero sentido de la vida se encuentra en la pertenencia y el reconocimiento dentro de un grupo. Este sentimiento de pertenencia activa hormonas como la oxitocina y la dopamina, que desencadenan el mecanismo de recompensa y brindan una sensación de bienestar. Ser valorado por el grupo es esencial para el bienestar emocional y el desarrollo de una identidad saludable. La cultura nos ofrece diversas narrativas sobre cómo encontrar sentido a nuestras vidas, pero en el fondo, el sentido esencial de la vida es pertenecer y no sentirse en peligro.
Crisis de Identidad y la Evolución Social
Una de las primeras crisis de identidad en la infancia ocurre cuando el niño se da cuenta de que es un ser separado de su madre. Este descubrimiento inicial abre la puerta a una vida de crisis identitarias cada vez que nos enfrentamos a cambios importantes, como mudanzas, transiciones educativas o laborales, que nos exigen adaptar nuestra identidad para ser aceptados en un nuevo entorno.
En este contexto, Emosocial subraya que la identidad no debe ser vista como algo estático, sino como un proceso dinámico, en constante construcción y ajuste en función de las demandas sociales y las experiencias de vida.
Busqueda y proteccion de la identidad
Integracion social e importancia en el grupo
En Emosocial, entendemos que la búsqueda y protección de la identidad es una necesidad primitiva, esencial para sentir pertenencia y dar sentido a la vida. Desde el nacimiento, y una vez que el infante se desidentifica de la madre, comienza a socializar con su entorno, copiando e interpretando lo que percibe para darle sentido.
Este proceso solía ser más simple cuando las comunidades y culturas estaban más separadas entre sí, influyendo a los nuevos individuos de manera clara y uniforme, sin demasiadas alternativas.
En el mundo moderno, sin embargo, las posibilidades de identificación se han multiplicado, ya que convivimos en sociedades más heterogéneas donde múltiples identidades coexisten y se entremezclan. Este contexto permite la creación de nuevas formas de identificación, y si algunas son admiradas por un grupo, pueden llegar a generar nuevas culturas. Así, surgen infinidad de opciones con las cuales identificarse.
Desde el nacimiento, el temperamento del infante suele recibir un diagnóstico que, aunque implícito, actúa como una primera forma de identidad. Este diagnóstico, impuesto por el entorno, condiciona la manera en que los demás interactúan con él. A medida que el niño crece, el entorno sigue ajustando ese diagnóstico, lo cual es normal porque los seres humanos necesitamos clasificar y entender el comportamiento a través de etiquetas como una herramienta de como tratar y enfrentar a la persona. Sin embargo, cuando estas etiquetas o diagnósticos son rígidos, crean una distorsión de la realidad, ya que no consideran que cualquier individuo, y su identidad, están en constante evolución.
Una vez que el niño se relaciona con su entorno, comienza a repetir, copiar e interpretar los comportamientos que observa, sin importar si vienen de su familia o de fuera. Aunque se sienta protegido en el entorno familiar, la familia no lo acompaña a otros espacios, como la escuela, donde enfrentará nuevos desafíos de integración.
Aquí, al imitar e interpretar lo que hacen los demás niños, se mezclan diferentes influencias familiares, dando lugar a una vasta gama de identidades con las cuales el infante puede identificarse.
El infante absorbe y transmite múltiples posibilidades identitarias, y si uno de esos niños genera admiración o placer en los demás a través de sus acciones, esas características serán replicadas por los otros como parte de su identidad.
Al aplicar estas nuevas cualidades en casa, los padres generan nuevos diagnósticos sobre el proceso identitario de sus hijos. Observamos así que la influencia social puede ser más fuerte que la influencia familiar.
El niño admirado recibe una recompensa en forma de reconocimiento, una herramienta social que le hace sentir importante y aceptado dentro del grupo.
Sin embargo, si otros niños imitan ese comportamiento y no reciben la misma recompensa, se sienten excluidos o no pertenecientes al grupo. Aun así, no se rinden, y continúan interpretando los comportamientos que observan, buscando ser reconocidos como parte importante del grupo.
Este proceso es básico y natural en el desarrollo de la identidad, pero desde la perspectiva de Emosocial, también puede llevar a que el niño construya una identidad que percibe como hermética e inamovible. Si bien esto no parece problemático al principio, puede generar una búsqueda constante de importancia dentro del grupo, proyectando una identidad diseñada para destacar y ser admirado, sin aceptar sus debilidades y errores.
Este ciclo es un proceso normal, natural y primitivo que estamos describiendo, y en sí mismo no representa un problema, ya que es parte del desarrollo humano.
Sin embargo, este fenómeno también es una de las razones por las que muchas veces creemos que la identidad es un fin y no un proceso. Al recibir respuestas del entorno que validan una identidad fija, esa percepción de identidad se convierte en un ancla que da sentido a la vida. La reacción de los demás hacia la propia identidad refuerza la idea de que es algo definitivo, cuando en realidad la identidad está en constante evolución.
Al identificarnos con cualidades fijas creadas por nuestro entorno, cerramos la posibilidad de comportamientos que contrarían esa identidad. Esto nos lleva a creer que tenemos un problema, ya que nuestro estado físico o emocional a veces no se alinea con las demandas conductuales que nuestra identidad requiere.
También puede suceder que, si el entorno cambia, la identidad que creíamos tener ya no genere la misma respuesta en los demás, ni siquiera admiración, puesto que esa identidad tenía sentido en un contexto específico, pero no en otro. Esto provoca una sensación de falta de pertenencia al nuevo grupo, generando nuevas emociones que influirán en la nueva identidad y, en consecuencia, crearán un diagnóstico "negativo" sobre nosotros mismos, del cual podemos victimizarse y perder autoestima.
A través de esta realidad, observamos que la autoestima tiene poco de "auto", ya que depende intrínsecamente de la respuesta social hacia nuestra persona, como forma de rencompensa o castigo.
Al identificarnos con un grupo, a menudo rechazamos las razones de otros grupos, dado que la defensa de nuestra identidad grupal, cultural o ideológica es primordial para dar sentido a nuestra vida. Así, las diferencias culturales e identitarias entre unos y otros provocan una sensación de ataque, ya que una identidad fija no acepta que se ponga en duda su razón de ser.
Esto genera una respuesta conflictiva hacia la identidad del otro, ya que simplemente al existir, se pone en juego la posibilidad contraria a la identidad fija de un grupo y sus razones de ser, y todo debido a la rigidez de las identidades.
Una de las consecuencias intrínsecas de este proceso es que, si algún niño señala un error o debilidad en otro, este último puede sentir la amenaza de exclusión o pérdida de valor dentro del grupo. Esto lo obliga a defender su identidad, proyectándose como alguien perfecto.
Este fenómeno genera tres espectros identitarios, los cuales exploraremos en la siguiente sección, “Proyecciones identitarias”